Un sabio consejo.

12.10.2015 17:16

En un pueblo no muy lejano vivía un hombre. No era ni joven ni viejo. Se llamaba Sebastián. Vivía él en aquel pueblo con su mujer y dos hijas. Eran una familia muy pobre. Lo único que tenían era una vieja máquina de tejer. Con ella elaboraban unas telas preciosas y las vendían. Pero tardaban mucho tiempo en hacer tan solo una tela. También tenían que gastar parte del dinero ganado con una tela para comprar hilos para poder hacer nuevas telas. Este negocio no les aportaba demasiado, y la pobre familia apenas tenía para comer. Un día Sebastián, el padre de familia, derrumbado y triste, decidió salir al campo y pedirle el consejo al ser más sabio del universo, la naturaleza. Su abuelo ya le decía, que cuando uno está en apuros debe reunirse a solas con la madre naturaleza, ella siempre ayuda y consuela. Así lo hizo. Fue una madrugada preciosa de otoño. Sebastián fue caminando sin rumbo, respirando el aire fresco y húmedo. De pronto, se encontró frente a un estanco de agua. Se sentó y admiró el estanco de agua cristalina durante un tiempo. Se fijó un poco más y vio que todavía cálidos rayos del sol recogían el agua de la superficie del estanco. El agua bajo la calidez del sol se evaporaba, dejando una apenas perceptible neblina en la superficie del estanco. Sus orillas estaban aún húmedas del agua que antes lo llenaba. Entonces Sebastián le preguntó al estanco: “¿Por qué dejas que el sol se lleve tu agua?” El estanco sin dudarlo le contestó: “El sol evapora mi agua vieja y estancada. Así las lluvias me llenarán de agua nueva, limpia y fresca. A veces, hay que dejar que se marche lo viejo, para que lo nuevo ocupe su lugar.” Sebastián estuvo un rato más sentado, reflexionando sobre las palabras del estanco, y luego siguió su camino. Una ráfaga de viento arrancó un pino viejo y lo tiró justo delante de Sebastián. Sebastián paró y le preguntó al viento: “¿Por qué arrancaste este pobre pino?” El viento sin dudarlo le contestó: “Este pino ya era viejo, lo arranqué y lo tiré. Así las semillas de sus piñas han caído aquí. ¿Lo ves? Yo cogeré las semillas de sus piñas y las esparciré por la tierra. Al año que viene nacerán muchos pinos nuevos, jóvenes y sanos. A veces, hay que dejar que se marche lo viejo, para que lo nuevo ocupe su lugar.” Sebastián se extrañó. Eran las mismas palabras que le dijo el estanco. Pensativo, él seguía andando. Caminaba por un camino de campo. Alrededor la hierba ya seca parecía un manto dorado. Los finos hilos de telarañas, tendidas en el aire, se pegaban a veces en la cara. Se respiraba otoño en el ambiente y se percibía su matutina humedad. Por el camino, Sebastián se encontró con un árbol. El árbol soltaba sus hojas doradas. Se desprendía de ellas, quedando sus ramas por completo desnudas. Sebastián le preguntó al árbol: “¿Por qué estás tirando tus hojas, árbol hermoso?” El árbol sin dudarlo le contestó: “Tiro mis hojas porque ya son caducas, viejas y muertas. En primavera mis ramas se llenarán de hojas nuevas, verdes y tiernas. A veces, hay que dejar que se marche lo viejo, para que lo nuevo ocupe su lugar.” Sebastián se quedó atónito ante la respuesta del árbol. Eran las mismas palabras que le dijeron el estanco y el viento. Entonces comprendió que ésta era la respuesta que él buscaba. La naturaleza le estaba contestando y Sebastián decidió obedecer al sabio consejo. Regresó a casa, cogió la vieja máquina de tejer y se dirigió al barranco para deshacerse de ella. La mujer de Sebastián se echó a llorar. La máquina era lo único que les aportaba dinero y les permitía subsistir. Pero Sebastián no respondió a sus súplicas y decidido se dirigía hacia el barranco. Por el camino se encontró con un pastor que llevaba dos cabras. El pastor le preguntó a Sebastián: “¿A dónde llevas esta máquina de tejer?” Sebastián le respondió: Es muy vieja y voy a tirarla a aquel barranco.” El pastor entonces le dijo: “Déjamela a mí y llévate a cambio a estas dos jóvenes cabras. Yo tengo muchas cabras y ovejas. La máquina me servirá para hacer unos jerséis de lana de mis ovejas para mis hijos. A ti las cabras también te servirán. Son jóvenes y te darán mucha leche.” Sebastián pensó que eso era mucho mejor que regresar a casa con las manos vacías y aceptó el trato. Cuando trajo a las cabras a casa, toda la familia comenzó a cuidar de ellas, llevarlas a pastar y ordeñarlas. Pronto las cabras comenzaron a dar mucha leche. Tanta que Sebastián y su familia no sabían qué hacer con ella. Así que Sebastián les dijo a sus dos hijas que hicieran queso de la leche que sobre. Las chicas obedecieron al padre y empezaron a hacer queso de la leche que sobraba. En breve, la familia tenía mucho queso. Y un día Sebastián llamó a sus vecinos para que ellos prueben el queso. Todos se asombraron del sabor y textura de los quesos de Sebastián. Desde aquel día todos los vecinos venían a casa de Sebastián para comprarle el queso. La venta del queso empezó a dar buenos ingresos y pronto Sebastián pudo comprar dos cabras más. Cada vez producía más leche y más queso. Vendía el queso a los vecinos del pueblo y a los de los pueblos cercanos que estaban de paso. Sebastián prosperó mucho desde entonces. Y nunca olvidó el sabio consejo de la naturaleza: “A veces, hay que dejar que se marche lo viejo, para que lo nuevo ocupe su lugar.”